Siempre me he sentido orgulloso de
ser parte del pueblo judío, de una cultura que con todas sus contradicciones
vio nacer a Montaigne, Spinoza, Marx, Freud, Einstein, Trotsky, Arendt, tantos
hombres y mujeres que han hecho significativos aportes a la humanidad, en la
creación y en la búsqueda de un mundo más justo y humano.
Me siento judío cuando pienso en los sueños que
marcaron a generaciones de jóvenes que fueron ensanchando el mundo con sus
aspiraciones de libertad, de comunidad, de justicia, de hermandad, que
transversalmente ha cruzado colores de piel y naciones. Desde el mismo
texto bíblico Éxodo, está explícita la necesidad y experiencia de la libertad
de un pueblo, de las aspiraciones y derechos cuando se está sometido al yugo,
al sometimiento.
Me identifico con la historia emblemática de
exilios y dolores del pueblo judío, en cuyas esperanzas de libertad se reflejan
todos los pueblos. Y esa historia, con horas trágicas, me ha motivado, como a
muchos otros, a defender irrestrictamente los derechos humanos, partiendo por
el derecho a la vida y a la dignidad.
Me siento orgulloso de ser
judío por el deber de memoria que marca su cultura, la cultura de la escritura,
del comentario, la traducción y la crítica; por la
constante interpelación ante la indiferencia. Por su reconocimiento a los
justos que en horas de horror, a riesgo de sus vidas, hacían real la palabra
solidaridad y todo por salvar a los perseguidos. Por una historia que ha
interpelado nuestra humanidad como seres humanos, más allá de razas y
creencias, por su lucha contra la indiferencia.
Por todo ello me identifico también, y no puedo
quedar indiferente, ajeno, a los dolores de otros pueblos, de otros seres
humanos. Como no me es indiferente el dolor de los judíos a través de la
historia y su derecho a constituirse en nación, tampoco me es indiferente ese
derecho para el pueblo palestino, el pueblo kurdo, los pueblos indígenas de
nuestro continente.
Y cuando es el Estado de Israel, en nombre del
pueblo judío, quien repite en otros lo que le tocó vivir a este pueblo una y
otra vez a lo largo de siglos, me avergüenza. Sí, me avergüenza.
Me avergüenza ver hoy cómo se masacra al pueblo palestino bajo el
discurso de la defensa propia.
Me avergüenza que se diga “retírense para
salvaguardar sus vidas”, cuando bien se sabe que no tienen adónde ir y se les
tiene encerrados en un gueto de miseria, opresión y humillación.
Me avergüenza cuando se les pide cordura, pacifismo
y racionalidad mientras día a día se les ocupa, se les maltrata y se les
asesina, intentando cortar toda posibilidad de futuro.
Me avergüenza que la comunidad judía califique toda
crítica y presión internacional como persecución o antisemitismo, cuando fue la
misma solidaridad internacional y las Naciones Unidas las que dieron
legitimidad al Estado de Israel.
Me avergüenza que como pueblo no seamos capaces de
masivamente alzar la voz y dejemos que dominen las voces del egoísmo ciego,
incapaz de mirar más allá de sus intereses a corto plazo.
Me horroriza cómo se usa toda la potencia guerrera contra la población civil, cómo se ejecuta el castigo “por cada baja de mi lado, tendrán 10 o 50 del vuestro” que han aplicado las peores tiranías de la historia.
Sin duda hoy y en estos años se ha manchado de triste manera la historia de un pueblo que para muchos era sinónimo de justicia y libertad. Bien nos ha enseñado la historia que no se acallan los anhelos de libertad y dignidad con la censura y la fuerza, que no se puede hacer cualquier cosa en nombre de la seguridad y del deseo de expansión territorial, que por la fuerza se pueden ganar varias batallas, pero sostenerse solo a través de ella pone en claro riesgo la perpetuidad.
Es hora de parar ya y no manchar irremediablemente nuestra memoria y sentidos de comunidad dejando a nuestros hijos un legado de infamia. Del otro lado del muro están nuestros hermanos.
Paulo Slachevsky Chonchol, periodista, director de la LOM Ediciones, editorial independiente chilena.
http://www.bubok.es/libros/231780/CARTAS-SIN-REMITENTE-UNA-ROSA--Y-LIBRO-III
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